Al abrir aquel programa de mano – de uso personal e intransferible- en la novena página pude leer “Ópera en versión concierto semiescenificada”. O vacuna escénica para la cultura, que diría yo. Sí, como bien intuís, os hablo de La Traviata en el Teatro Real.
Hay quien cree que con esto de la pandemia, la ópera ha perdido mucho glamour aunque te sigan tratando de usted, como dice Joaquín Jesús Sánchez en Jot Down. Los hay quienes, lejos de ser quisquillosos – o quizás porque nos dedicamos a las artes escénicas – lo vemos con entusiasmo y apertura.
La velada del pasado 18 de julio prometía: Un día soleado en Madrid, – con su particular luz y también calor – , salir de casa acompañada de mi padre – el creador de esta consumista cultural -, y mi ópera favorita – la primera que interpreté al acabar mi carrera-. No era una velada cualquiera, era la primera vez que volvíamos a un teatro tras tantos meses de encierro.
Entrar al coliseo nos dio mucha seguridad, más incluso que la de los bares cercanos al enclave. Todos allí citados por tramos horarios, esperábamos, con mascarilla bien puesta, respetando las distancias marcadas con una cuidada señalética. Me gustan esos momentos de espera. Observo con atención el entorno, como nos desenvolvemos en él, nuestro lenguaje corporal, el código de la vestimenta o las piedras preciosas de las señoras, que –desafortunadamente- siguen vinculadas a la idea de ir a (escuchar) una ópera. Somos muy divertidos como animales sociales.
Caminar a paso distanciado
Comenzamos a andar de señal en señal, como cuando de niños pensábamos que algunas baldosas de la calle eran lava volcánica. A pesar de la mascarilla, el personal del teatro nos recibía con una sonrisa y nos recordaba los pasos a seguir hasta llegar al arco de seguridad que esta vez, además, nos tomaba la temperatura. Y ¡voilá! Ya estábamos dentro. Estábamos conquistando la normalidad a través de las artes.
Al entrar en la sala, impaciente esperaba el soli de los violines al comienzo del preludio pero, irrumpió una locución grabada – con la que parecía la voz de Iñaki Gabilondo – que hacía el ambiente más intenso, más emocionante. Como él decía, nada es sencillo ahora y nuestra presencia en el patio de butacas, tras 90 días de silencio absoluto, era estimulante.
Vuelta a la nueva escena
El escenario parecía emular a las numerosas imágenes de las playas (utópicas) y en parceladas que nos mostraban los medios para incitarnos a viajar. Unas cuadrículas rojas marcaban las distancias (olvidadas por algunos) del coro, y los cuadrados y rectángulos de color blanco aguardaban al reparto. Comenzó la música.
Este preludio, que anuncia la muerte de un cisne, en esta ocasión nos acercaba a la vida. La vida volvía a la escena poco a poco, con paso firme y cuidadoso. Un paso marcado por la orquesta y acompañado por la aparición del coro. Una imagen impactante, y no solo por las mascarillas.
Y comenzó la fiesta
A pesar de la atropellada intervención de los trombones tras el preludio, llegaban los protagonistas a escena. Nosotros, expectantes con nuestras mascarillas, esperábamos la primera intervención de nuestra Dama de las Camelias, de Violetta Valèry, de la para mí desconocida Lisette Oropesa. Quizás, mis ganas de volver a un teatro y el ser esta una de mis óperas fetiche, pusieron a mis expectativas por las nubes y no me volví loca en un principio hasta que, de pronto, Lisette compartió su belleza sonora y quedé fascinada. Su voz me recordó a las grandes de la ópera que todos tenemos grabadas en nuestra retina auditiva.
No lo podía creer. Me sentía muy afortunada de estar allí.
La obra de arte total
Ya decía Wagner que la ópera era la obra de arte total que combinaba música, danza, pintura, poesía, escultura y arquitectura. En esta versión, que mantenía las distancias, podría parecer que se prescinde de alguna de esas artes. Sin embargo, hay muchas formas de hacerlas presentes.
La dramaturgia poética, presente en el texto, cobraba vida gracias a la versión enfática que el maestro Luisotti nos regaló junto a los intérpretes. Bravi al clarinete, oboe y violín solistas, en sus intervenciones.
La escultura junto a la danza cobraban protagonismo gracias al acting de todos y cada uno de los cantantes que tuvieron como reto buscar la complicidad de los cuerpos y las voces en la distancia.
La arquitectura y la pintura proyectaron – gracias a la magnífica visión de Leo Castaldi – un paisaje tan actual como elegante. Y qué decir de la iluminación, que jugó con la ilusión escénica del espectador. Carlos Torrijos nos deleitó con detalles tan sencillos como el de la ventana que se abre en la habitación de la ya moribunda Violetta en el tercer acto.
Terminó el primer acto con aplausos ensordecedores y es que no fue para menos. Lissette estuvo espléndida. Su voz me llevó a pianos tan afilados que pusieron mi vello de punta y mis lágrimas a punto de brotar. Nuestra Violeta era pura musicalidad. Y así continuó la velada, in crescendo hasta llegar al final.
Una experiencia para no olvidar
Y así, parafraseando a Cervantes, compusimos, entre todos los allí presentes, estos meses descompuestos y ausentes de cultura en vivo.
Nuestro miedo desapareció gracias a la música, y no solo guardaremos la instantáneas de entre actos, sino que también en nuestra retina quedará la experiencia valiente que tuvo este coliseo por brindarnos la ilusión de volver.
Yo estuve allí y aquí dejo mi testimonio.
Gracias Teatro Real.
Un análisis muy acertado .
Gracias por comentar esta experiencia, me parece haber estado allí.